Todos
los días, María (una niña de ocho años) soñaba con ir a las nubes.
Un día, María le preguntó a su madre (Alejandra) que cómo sería
vivir en las nubes del paraíso y su madre le respondió que en las
nubes del paraíso no se podía vivir. Como Alejandra vio que su
hija se estaba poniendo triste, dijo rápidamente que si deseaba muy
fuerte y con mucha ilusión su deseo se cumpliría. Alejandra quería
intentarlo (por si acaso funcionaba) porque le habían dicho que las
nubes estaban hechas de oro. Ella era muy avariciosa y lo intentó,
pero como no tenía el corazón puro no lo consiguió.
La
niña, inocentemente, quería llevar a su madre a las nubes porque
sabía que quería ir y cogió un cochecito mágico que le había
regalado su padre antes de morir del que Alejandra no conocía su
existencia. Ya montada en su cochecito convenció a su madre para que
subiera, y debido al corazón puro de la niña las dos subieron al
cielo.
Cuando
llegaron a las nubes del paraíso vieron que estaban todas cubiertas
por una capa del más puro oro que parecía que no había sido nunca
mancillada por la mano humana. Había también árboles de zafiro
con manzanas de rubí. Madre e hija estaban en el principio de un
camino de cristal tallado por encima de las nubes doradas. Con la
boca abierta y nada más llegar lo primero que hizo Alejandra fue
coger todo lo que le cupiera en los brazos, pero María (que era muy
católica) la detuvo con una mano. Con expresión horrorizada le dijo
que estaban en el paraíso, en un lugar sagrado, y que no debían
mancillarlo con sus manos impuras.
Alejandra
(que era atea) dijo que tenía razón y que deberían irse ya. La
niña, aliviada, se subió al cochecito delante de su madre sin
sospechar que en realidad no pensaba precisamente en desaprovechar
ese tesoro...
Cuando
llegaron era ya de noche y Alejandra e hija cenaron sopa de día
anterior y se acostaron. Al día siguiente, Alejandra le hizo el
desayuno a su hija y le dijo que iba el supermercado. María la creyó
y se fue a jugar con sus juguetes. Mientras tanto, su madre cogió el
cochecito mágico sin que la niña se diera cuenta y consiguió ir al
cielo, porque mientras subía pensó en cosas bonitas y tuvo el
corazón puro por unos momentos. Cuando llegó, se volvió a
maravillar por la pureza de aquel lugar. Con una malévola sonrisa en
los labios, Alejandra se dispuso a coger todo lo que le cupiera en
las manos. En cuanto rozó la capa de oro que recubría las nubes, un
temblor retumbó en todo aquel mágico lugar.
Como salido de la nada,
una enorme figura apareció sobrevolando el paraíso. Con una voz que
salía de todas partes y a la vez de ninguna, la voz de aquel ser que
se hacía llamar diablillo (era un diablillo menor, no muy poderoso,
pero eso ya era suficiente para hacer temblar de miedo a una simple
humana) le comunicó que era el dueño de aquel paraíso. Ya que no
podría osar una persona de corazón tan impuro como Alejandra
siquiera entrar, cómo podía atreverse a intentar robar.
Para
castigarla, decidió atacarla. Alejandra, a pesar de estar muerta de
miedo, tuvo la osadía de responderle diciéndole que cómo la
pensaba atacar. Por toda repuesta, una horda de magníficos, blancos
y puros ángeles armados apareció tras el diablillo. A la mujer le
temblaban las piernas como flanes y con las escasas fuerzas que le
quedaban y el corazón a mil por hora corrió a refugiarse detrás de
un árbol dorado. El árbol, como respondiendo a las órdenes de su
dueño, se apartó de modo que la mujer quedó a la vista de los
ángeles.
Con una mirada que parecía contener todo el universo y una
fría sonrisa inexpresiva, el que parecía ser el capitán de la
horda dio una orden y todos los ángeles tensaron los arcos cargados
con manzanas doradas. A la segunda orden del capitán todas las
manzanas fueron disparadas hacía Alejandra. Ella, con un grito se
hizo un ovillo en el suelo para protegerse de la lluvia dorada.
Horas más tarde, Alejandra se levantó,
herida y magullada pero milagrosamente viva. Con el orgullo por los
suelos se puso de rodillas frente a las magníficas criaturas aladas
pidiendo clemencia. El diablillo, al ver que los ángeles habían
dejado de disparar, le dijo furioso al capitán que continuaran
atacando. El ángel le fulminó con la mirada diciéndole que aquella
mujer ya había sufrido bastante y que no era quien para mandarles a
ellos, las criaturas divinas. Que ellos habían acudido sólo para
castigar a una humana retorcida que osaba entrar en el paraíso, pero
que no pensaban matarla.
El diablillo, muerto de miedo, bajó la
mirada en señal de sumisión, y, de aquella forma, encogido del
miedo, no parecía tan terrible, pensó la humana. Al ver el brillo
de burla en sus ojos, el ángel se volvió a la mujer y la hizo
encogerse de miedo. El diablillo, ya que no era rival para un ángel
poderoso y menos a una horda entera de ellos, con una expresión
aparentemente arrepentida, le dijo al capitán de los ángeles que
para castigar su osadía le concedería a aquella pequeña mujer
humana una explicación por lo que acababa de pasar. El ser alado
asintió conforme, aunque en el fondo desconfiaba del ser demoníaco.
Con una orden de su capitán, la horda se retiró.
Una vez que los
ángeles solo eran diminutos puntos en la distancia, el diablillo
invitó a Alejandra a sentarse en unos sillones que parecían haber
salido de la nada. Una vez sentados el diablillo se presentó como
Yergol, y le empezó a relatar la historia. Yergol le contó con una
sonrisa malévola que todos lo diablillos y diablos tenían como
hogar un pequeño paraíso en las nubes, y que aquel era solo uno de
los miles de paraísos que había en el cielo. Pero no solo eso, que
No hay comentarios:
Publicar un comentario